Sermón completo:
Sermón completo:
Isaías 62:1-5; Salmo 36: 5–10;1 Corintios 12:1–11; Juan 2:1–11
Segundo Domingo después de Epifanía: 19 de enero de 2025
En casa tenemos una contraseña para dejar saber que la reserva de vino se agotó y que es hora de ir al supermercado o la vinatería para recargar. Veinte minutos y quince dólares después, tenemos vino.
Me pregunto si así es como a veces escuchamos el evangelio de hoy. Me pregunto si así es como a veces esperamos que Jesús actúe en nuestras vidas. Hay un problema que solucionar. “No tenemos vino”. Le decimos a Jesús. Y de alguna manera él prepara más para que la misma fiesta pueda continuar como antes. Pero ¿es eso realmente suficiente? ¿Todo lo que queremos es que nos llenen el vaso de nuevo? ¿Queremos simplemente solucionar el problema y seguir con la misma vida de siempre de la misma manera? Aquí está mi confesión. Sí. A veces eso es exactamente lo que quiero. Solo quiero que el problema se solucione y desaparezca para poder seguir con mi vida. No quiero que nada cambie, solo quiero un poco de magia.
Sospecho que todos y todas, en algún momento de nuestras vidas, solo queremos un poco de magia. Queremos que Jesús aparezca, agite la varita divina y lo mejore todo. No tienen vino, abracadabra, ahora sí. Pero eso no es lo que es Jesús y eso no es de lo que tratan el evangelio o el cristianismo.
De alguna manera, la magia nos salva de Dios y de la vida. Nos impide encontrarnos con lo nuevo, lo posible, lo imprevisto. Entretiene, pero no transforma ni cambia la vida. Una lectura mágica del evangelio de hoy (Juan 2:1-11) nos deja preguntándonos si realmente sucedió. ¿Cuál es su siguiente truco? ¿Cómo lo hizo? Y si somos realmente honestas u honestos con nosotros o nosotras mismas, lo sabemos mejor. El agua no se convierte en vino. ¿Alguna vez has visto que eso suceda? ¿Lo has hecho alguna vez? No, tú no lo has hecho y yo tampoco. Y no es porque no seamos Jesús, sino porque no hay magia, solo ilusiones mágicas.
El evangelio de hoy nos pide que pasemos del pensamiento mágico sobre nuestras vidas a buscar y ver lo milagroso. Y es por esto que la pregunta detrás de cada historia de milagro es esta: ¿Qué significa para nosotros o para nosotras? ¿Qué posibilidades plantea esta historia para nuestras vidas y para el mundo?
No sé si Jesús literalmente y físicamente convirtió el agua en vino, pero no creo que ese sea el objetivo del evangelio de hoy. No creo que este evangelio trate en última instancia de convertir el agua en vino. Trata de algo más que eso, trata de hacer surgir vida donde no la hay, trata de transformación, trata de vivir una nueva vida. El texto mismo nos da dos pistas que sugieren esto.
Primero, la historia sucede “al tercer día”. ¿En qué te hace pensar eso? ¿Qué sucede al tercer día? Resurrección, una nueva vida, un nuevo comienzo, un renacimiento. La segunda pista es: “Hubo una boda”. Nuevamente, se trata de una nueva vida: dos personas que se unen para crear y vivir una nueva vida, para cambiar y ser cambiadas la una por la otra, y para abrirse a posibilidades incognoscibles y a un futuro imprevisible.
Todo eso me hace preguntarme: tal vez quedarse sin vino no sea un problema que se deba solucionar, sino el comienzo de algo nuevo. Tal vez sea un llamado a una nueva vida o una invitación a más vida. A nadie le gusta quedarse sin vino, pero tal vez sea necesario para nuestro crecimiento y madurez. Y eso puede ser difícil, inquietante y, a veces, doloroso.
No me refiero a los momentos en los que tenemos que decidir si veremos el vaso medio vacío o medio lleno. Me refiero a esos momentos de la vida en los que el vaso está seco, la botella está de lado, la fiesta ha terminado y nos estamos muriendo de sed.
¿Y quién no sabe cómo es eso? Todos hemos pasado por eso. Nos quedamos sin vino. Nuestra vida está vacía, sin color, sin sabor. Nada crece ni fermenta en nosotr@s. La vida no tiene vitalidad ni aroma. O tal vez todavía tenemos vino, pero se ha convertido en vinagre, se ha agriado y ya no podemos soportar beber lo que hay en nuestra copa. De cualquier manera, el vino se ha acabado. ¿Cuándo fue que se te acabo el vino? ¿Qué partes de tu vida están secas y vacías hoy? ¿En qué sentido la vida se ha vuelto agria, incolora e insípida? Sin embargo, no se trata solo de nosotr@s. Podemos ver y nombrar a otras personas que “no tienen vino” y lugares en los que “el vino se acabó”. Está sucediendo en nuestras vidas, nuestras instituciones, nuestro país y nuestro mundo.
Pero a la misma vez en solidaridad con quienes están en recuperación y no toman alcohol o por principios religiosos. O sea, no estoy hablando de Merlot o Sauvignon Blanc. Estoy hablando del vino del amor, la intimidad y la amistad; el vino del significado, el propósito y la dirección; el vino de la vitalidad, la pasión y el entusiasmo; el vino de la juventud, la fuerza y la salud; el vino de la creencia, la confianza y la fe; el vino de la misericordia y el perdón, el vino de la paz, la alegría y la seguridad; el vino de la justicia, la dignidad y la igualdad; el vino de la hospitalidad, la inclusión y la bienvenida; el vino de la verdad, la certeza y las respuestas.
Cuando el vino se acaba, la vida se está muriendo en la vid y ya no estamos intoxicados por un espíritu santo. Puede que no lo hayamos dicho de la misma manera, pero tod@s hemos hecho eco de las palabras de María para nosotros y nosotras mismas, o para otras personas que no tienen vino.
En esta historia María simplemente mantiene abierta la puerta para que algo suceda, la puerta a una nueva posibilidad, la puerta a una nueva vida, la puerta de la esperanza. Jesús no lo hizo solo. María declaró la necesidad, el vacío: “No tienen vino”. Los sirvientes sirvieron el agua. El mayordomo principal probó, reconoció y nombró el buen vino, la nueva vida. Esos son nuestros papeles también. Desempeñamos esos papeles para nosotras o nosotros mismos, para las demás personas. Esto no es magia, es el poder liberador del Evangelio.
Amén y Ashé.
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